La Teoría de la Justicia de John Rawls
Utilitarismo y contractualismo: reciclando viejas ideas
Con la aparición de la Teoría de la Justicia a principios de la década del setenta (1971), la filosofía política se levantó de su profundo letargo. En efecto, la obra rawlsiana se vio motivada por la ausencia de nuevas teorías capaces de superar al entonces reinante utilitarismo filosófico; vencerlo constituye el principal objetivo de Rawls. Al mismo tiempo, el pensador liberal pretendía alcanzar una sociedad justa y razonable, y para ello debía establecer de forma clara y detallada un camino y una meta. Es así que propuso dos principios de justicia que serían racionalmente desarrollados y aceptados por una sociedad bajo el estricto cumplimiento de ciertas condiciones — se trata de una serie de restricciones lógicas, de las que hablaremos luego.
El utilitarismo en su versión clásica – aquella que tiene su origen en los trabajos de Bentham y Mill — postulaba que lo moralmente correcto era la acción que generaba la mayor felicidad para la sociedad. Más allá de su antigüedad, Kymlicka1 afirma que el utilitarismo tiene dos atractivos: por un lado, es independiente de la existencia de Dios, el alma y otras entidades metafísicas; por el otro, es eminentemente consecuencialista2. Pero no nos dejemos engañar por su aparente atractivo. Según Rawls, el utilitarismo clásico propone un postulado maximalista — que la acción moral es la que genera la mayor felicidad a la sociedad — que no tiene en cuenta a aquellos cuyas preferencias pueden ir en contra de la felicidad de la mayoría. Y esto es problemático en tanto la persona agraviada se ve enajenada en su propia sociedad y no encuentra lugar al cual recurrir para defenderse. En este sentido, la obra de Rawls intenta ser una solución a este problema; aunque no una convincente para quien escribe.
Lo que la Teoría de la Justicia se propone es superar el maximalista principio de utilidad enunciado por el utilitarismo clásico y sus corrientes posteriores3. Pero Rawls no será el primero en intentar semejante empresa; aunque quizás sí el primero en tener éxito. Rawls advierte en el prefacio de su libro que “ [los críticos del utilitarismo] no lograron construir una concepción moral practicable y sistemática que oponerle.” Con una visión superadora en mente, el pensador liberal se vale de dos herramientas: en primer lugar, del contractualismo original y su estructura de pensamiento; en segundo lugar, del propio utilitarismo y sus características positivas. Así lo expresa Nurock, quien nos proporciona una perspectiva esclarecedora:
“Sobre su propio pensamiento, el filósofo [Rawls] afirma que "generaliza " y "lleva a un grado superior de abstracción” la doctrina del contrato social. Sin embargo, se distancia de cada uno de estos autores clásicos. Aspira así a ofrecer una doctrina todavía más sistemática y más general que el contractualismo, aún cuando no se trata de una teoría moral comprehensiva.”4
Al valerse tanto del utilitarismo como del contractualismo, Rawls avanza a hombros de gigantes y suma una herramienta innovadora a su osada empresa. Esta herramienta es la unificación de lo “deseable” y lo “realizable”; campos cuya conciliación se suele dejar de lado en la filosofía política. En palabras de Nurock, “la doctrina rawlsiana propone una nueva articulación entre teoría y práctica, porque sólo bajo esta condición puede una teoría política ser estable y, por ende, realizable”. Se trata nada más y nada menos que de la armonización de las ideas abstractas con la realidad.
El utilitarismo enajena a las posiciones minoritarias al carecer de la condición de “deseable”; por su parte, el contractualismo pierde la condición de “realizable” al presentarse como una teoría eminentemente racional y desarraigada del grupo social. Al construir una teoría que une realidad y pensamiento, Rawls supera ambas tradiciones y erige unos principios de justicia que permiten direccionar de forma razonable a las sociedades.
La posición original: retorno al contractualismo
El contractualismo originario postula que el Estado se forma a partir de un contrato en el cual los adherentes aceptan la representación política y la limitación de sus libertades a cambio del establecimiento de reglas jurídicas y derechos individuales. Con las guerras de religión en Europa y la aparición de los escritos de Hobbes, es posible hallar en los siglos XVI y XVII los primeros esbozos de lo que Isaiah Berlin llamó “libertad negativa”. Sobre esto, Axel Honneth5 dice lo siguiente: “ (…) la libertad, para Hobbes, no es otra cosa que la ausencia de resistencias externas que podrían impedir el movimiento a los cuerpos naturales (…)”. Una nueva concepción de la libertad llevó definitivamente a la salida del estado de naturaleza y a la posterior conformación del Estado. Los escritos de John Locke, Jean-Jacques Rousseau y Thomas Hobbes, entre otros, sentaron las bases del contractualismo, influyendo significativamente en el ordenamiento jurídico y político de las sociedades actuales. Aunque el paso del tiempo podría llevarnos a pensar que la validez de tal tradición filosófica ha caducado, el neocontractualismo liderado por John Rawls ha aceptado la tarea de revitalizar estas longevas teorías.
A través de un sistema heurístico ampliamente conocido como la posición original, el pensador liberal se propone fundamentar un proceso de decisión válido y razonable por el medio del cual se deberían derivar lógicamente sus principios de justicia. La llamada posición original se establece como una situación en la que las personas deben tomar decisiones relativas a las instituciones sociales, por ejemplo, sobre si tal o cual impuesto es justo o injusto, sin conocer su condición económica y social actual o futura. Por su parte, los principios de justicia son dos y plantean un criterio mínimo de acción bajo el cual la sociedad podría desenvolverse de forma justa. El primero de ellos establece que “cada persona ha de tener un derecho igual al esquema más extenso de libertades básicas que sea compatible con un esquema semejante de libertades para los demás”; el segundo plantea que “las desigualdades sociales y económicas habrán de ser conformadas de modo tal que a la vez que: a) se espere razonablemente que sean ventajosas para todos, b) se vinculen a empleos y cargos asequibles para todos”6. Queda claro que el objetivo está centrado en la concreción de una sociedad justa e igualitaria en la que sólo se permitan desigualdades siempre y cuando estas sean positivas para los más desaventajados.
Rawls asume una serie de presupuestos y restricciones metodológicas — más conocidas como el velo de la ignorancia — que dan forma y sentido a la abstracta posición original. En esta situación, una persona debe tomar decisiones sin conocer su condición social, sea esta ventajosa o desventajosa, ni tampoco sus aspiraciones particulares o sus inclinaciones. Además, para que el proceso decisorio sea válido y esté exento de sesgos morales, las personas no deben saber cuál es su concepción del bien ni la fortuna natural o las condiciones sociales en las que viven o vivirán en un futuro. Una vez que estas limitaciones son establecidas, los individuos se encuentran bajo el velo de la ignorancia que es, en pocas palabras, la ausencia de sesgos morales lograda por el desconocimiento de las inclinaciones, la suerte, la posición social y las aspiraciones personales. Con esto, Rawls espera que las decisiones tomadas por los individuos sean producto de su raciocinio y no de consideraciones sentimentales o personales.
Utilicemos la teoría para analizar un caso práctico. Un grupo de personas se reúne en una asamblea y se enfrenta a la siguiente pregunta: ¿cómo formar una sociedad justa y razonable? El principio del maximin puede darnos una buena idea de lo que responderían las personas detrás del velo de ignorancia en la posición original, es decir, en ausencia de sesgos y arbitrariedades morales. Por maximin se entiende que la respuesta racional a la pregunta anterior debe maximizar el mínimo — de ahí maximin. En otras palabras, si nos encontramos en una situación en la que no estamos seguros de que seremos ricos o pobres, tendremos suerte o seremos desdichados, lo racional sería mejorar la situación de los más desfavorecidos. De esta forma, el punto de partida será siempre un poco mejor. Por último, debemos tener en cuenta que, al establecer un mínimo de libertades y derechos para todas las personas, lo que en la obra rawlsiana se conoce como el paquete de bienes primarios, las personas optarán por los dos principios de justicia puesto que son la mejor respuesta a la pregunta anterior.
El fundamento racional de la Teoría de la Justicia es al mismo tiempo su bendición y su maldición; no es casualidad que gran parte de los halagos y críticas están dirigidos hacia él. Rawls erige un edificio argumentativo sublime en el que logra su objetivo: superar el maximalista principio de utilidad. El hombre rawlsiano deja de ser el individuo intercambiable de la suma de utilidades que proponía el utilitarismo y se convierte en un ente simétrico pero diferente del resto, al mismo tiempo que ignorante de ciertas capacidades arbitrarias que le son propias. He aquí el punto débil del edificio: Rawls vuelve a hundir en la enajenación al individuo en tanto propone un ejercicio de pensamiento que deja de lado las características fundamentales del ser humano. Supongamos que un miembro de la sociedad defiende fervorosamente a la meritocracia. Este hombre afirma, y quizás con buenas intenciones, que cada quien debe recibir lo que le corresponde según su esfuerzo. Esta opinión debería ser aceptada y respetada puesto que de lo contrario podríamos incurrir en una injusticia. Sin embargo, la aplicación de los principios rawlsianos presentan aquí una paradoja: si los principios rigen en la sociedad, entonces quien está en contra, por ejemplo, de la redistribución de la riqueza, no tiene mucho más que acatarlos. ¿Acaso este no es el problema del utilitarismo que motivó a Rawls? De todas formas, la crítica de la teoría política más relevante de las últimas décadas requiere un análisis pormenorizado que no será abordado en este artículo.
Las críticas posibles a esta teoría son muchas, y abarcan sin excepción todo el espectro político. Sin embargo, la Teoría de la Justicia, al ubicarse en el ámbito de lo deseable, nos permite establecer una meta que deberíamos alcanzar mediante el perfeccionamiento moral. Se trata de un objetivo a considerar en tanto habilita la posibilidad de diseñar un conjunto de instituciones básicas justas y razonables para nuestra sociedad. En el campo de lo realizable, esta teoría nos permite conjugar idea y realidad; se abre así un abanico de posibilidades para repensar la estructura social y sus problemas.
Kymlicka, W. (1995). Filosofía política contemporánea: una introducción. Ariel.
El consecuencialismo sostiene que nuestras acciones son correctas o incorrectas según las consecuencias que de ellas se derivan.
Will Kymlicka afirma que al menos cuatro corrientes posteriores del utilitarismo pueden ser identificadas: primero, la corriente del hedonismo del bienestar; segundo, la de utilidad no hedonista de estados mentales; tercero, la de satisfacción de preferencias; cuarto, las preferencias informadas.
Nurock, V. (2015). Rawls: por una democracia justa. Buenos Aires: Jusbaires.
Honnet, A. (2014). El Derecho de la Libertad. (p.36). Capital Intelectual.
Rawls, J. (1995). Teoría de la justicia (2a ed.). México: FCE.